martes, 13 de marzo de 2012

El superhombre

"Nadie puede advertir o presentir,
aún el más consciente de los hombres, que la locura está agazapada,
esperando el momento justo para tomar el control,
dentro de uno mismo..."

I


Maravillosa noche, cubriendo la ciudad. Desde la rivera el río empuja su aroma tan distintivo y fresco. Rosario en una metrópolis que sabe de aromas, de noches,  de pasiones.
Caminar por sus calles te lleva a un sitio inusual, te protege, te acecha. Tiene la nostalgia de las cosas que te envuelven y no te sueltan, ese aire tan de puerto y soledad, de espera eterna y rápida solución. Rosario, ciudad de hombres  risueños y mujeres hermosas. Más allá de las altas barrancas se yerguen los edificios que protegen el entorno. De arquitectura diversa, el catálogo de estilos es vasto y hasta raya la soberbia que se apoya en su monumento.
Es sábado y como toda ciudad con ínfulas de grandeza, las personas salen a pasear. Reducidos grupos que recorren a lo largo y a lo ancho en caminatas prolongadas, agolpándose en las entradas de los boliches, multitudes sentadas en los bares abiertos. Sedientos y risueños. Cervezas y helados. Parejas, familias y hombres solos. Porque de la soledad no se sale, no se escapa, solo se puede consolar con algunas migajas de tiempo feliz.
Un poco más alejado del centro a la altura de Caferatta y Santa Fe, un hombre intenta escabullirse -salido de la nada- por entre las sombras. Sombrío, su intensión no tiene un destino cierto pero esquiva las masas de gente doblando en cada esquina. Enfilan sus pasos hacia la peatonal Córdoba, aún muy lejos. No es extraño que solo un hombre pueda ser percibido y más como lo es él. De fisonomía muy común, algo joven, cabellos renegridos y revueltos, ojos profundamente oscuros y bien abiertos, labios apretados. Sus manos llevan el compás del paso, manos fuertes y gruesas. Paso que se acelera de vez en cuando gracias a sus piernas largas y fornidas.
Parece tener prisa pero en las esquina de España y Oroño, se detiene por un momento, para recobrar el aliento debido a su ligero andar. Desde allí puede observar como una familia completa (incluye abuela, hijos, nietos) se aleja en dirección a avenida Pelegrini por el boulervard apenas iluminado por sus faroles. Las altas palmeras se extienden quietas, solo sus copas se mecen armoniosas con el siseo del viento.
De pronto comienza a andar nuevamente, con la misma tesitura, con el mismo impulso. Sabe que está cerca.


II


Hay gente mala, si muy mala, que hace cosas que no debe hacer. Pueden existir varias opciones para resolver el dilema del bien y del mal. El segundo es poderoso pero el primero, siempre gana. Pero al faltar hombres de bien, el caso es que últimamente (por no decir casi siempre) el que triunfa es el mal. Algo contradictorio. De eso se ocupa nuestro hombre, que a medida que se acerca se debate entre capas y antifaces; colores y guantes; posturas y lemas.
Es tan sencillo imaginar que hasta en casos de extrema necesidad, la ficción puede superar la realidad y no mostrar ni un rasgo de demencia. Los humanos tenemos esa increíble capacidad de ser creativos, demasiado, y por eso, sacrificamos esa agudeza con la rígida vida rutinaria y de estructura social comprometida con las responsabilidades que nos ocupa en la vida diaria. Por tal razón, necesitamos de creer divinidades o casi divinidades que superen y multipliquen nuestras capacidades humanas. Ser héroes, en los días que pasan, es  un placebo que solo nos guardamos entre sueños y delirios.
Cruzando la avenida Corrientes, la peatonal se ofrece tranquila y con poca gente transitándola. Casi llega a destino, se detiene frente a un edificio en construcción e ingresa por entre las hojas de un portón de madera mal cerrado, con cadena y candado. Adentro es más oscuro y difuso pero como utilizando otro tipo de visión, sin tropiezos, comienza a subir las escaleras recién hechas.El último piso parece ser el lugar, está muy alto, jadea, no se detuvo ni un instante a descansar, el sudor moja su camisa blanca, lo refresca.


III 


Sentado en el piso de losa y recostado sobre una columna fría de cemento, terminaría de completar sus pensamientos. Ese era el lugar que se le ofrecía para meditar, reflexionar sobre su gran paso en la historia de los héroes. Se vio envuelto en una brillosa capa negra, que se tornaba en un azul claro hasta fundirse en un celeste oscuro. Se vio encajado en un traje especialmente diseñado para tener libertad de movimientos. Vio como unos guantes le envolvían las manos hasta la mitad del antebrazo. Botas de suela de goma, mullidas. Imaginó su sonrisa mientras veía el horizonte lejano con sus manos descansando sobre su cintura. Imagino más cosas, muchas, demasiadas. Y se quedó dormido.


IV


La mañana en la ciudad se abre imponente. desde el paraná se suele escuchar un seseo constante. Fresco del viento colándose por entre las edificaciones, el sol  parece bostezar estirando sus primeros rayos. Tocan la cara del hombre. Despierta. 
De un salto se pone de pie y se dirige al borde de una cornisa sin terminar. Mira a su alrededor. Puede ver a lo lejos y por occidente como el magnífico río baña las costas de las islas que tiene enfrente. Inspira profundamente, baja su mirada y cree ver a algunas personas caminar por la peatonal. Un hermoso domingo  de verano. Brillante, limpio como el cielo sin nubes. Ahora cierra sus ojos, se concentra, respira profundo nuevamente, flexiona sus piernas y con un fuerte envión, se lanza al vacío.


V


"¡Volar!" dijo casi antes de darse cuenta que su vuelo fue breve. Porque como todo cuerpo pesado que se ofrece a esa altura -y sin alas-, la gravedad lo devuelve a la tierra. Cae. Y agitando grotesco sus extremidades tal vez, quiere aferrarse a mismísimo aire que lo envuelve. Cae. Y parece una eternidad la caída, como un último intento sus puños buscan ahora el profundo celeste del cielo, no hay capa. Cae, irremediable, pesado, extravagante. Sus ojos desmesurados se abren cada vez más. Comprende ahora que es uno más, un hombre, un simple y mortal hombre que tiene familia, que trabaja, que sale a pasear los domingos, a nadar en el río, que vuelve al duro trabajo diario, que su único jobi era coleccionar revistas del más entretenido comic. Comprende ahora como la gravedad lo atrapa y lo lleva de regreso. Y no comprende más.
El cuerpo chocó con la acera en un sordo crujido, espeluznante. La gente se volteó a mirar. Se desató un coro de gritos de horror y la muchedumbre se acercó al caído. Este, había dado de espaldas a las prolijas baldosas. De su boca brotó un líquido rojo que inmediatamente se dispersó alrededor de su cuerpo. Los ojos abiertos, líquidos, yertos, miraban fijamente el cielo. Y una lágrima rodó por una de sus mejillas para estrellarse en el piso, inundado de sangre.

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